
Navidad
La movilidad entorno a la encarnación y nacimiento de Jesús
La movilidad entorno a la encarnación y nacimiento de Jesús
La «gran familia de Belén» recorre su camino de Salvación para llegar a cada uno de nuestros hogares
La Santísima Trinidad
Navidad es el gran Misterio de Amor de Dios a los hombres, “porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17).
Cuando Dios decide encarnarse y “acampar entre nosotros” hay una gran movilidad entorno al Verbo hecho carne en María.
Gabriel

En el Misterio de la Santísima Trinidad, el Padre envía al Hijo por el Espíritu Santo al vientre de Santa María Virgen, conforme asegura Gabriel: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios (Jn 1,35).
Gabriel es el encargado de traer el mensaje de Dios a María, la elegida, para encarnar al Verbo de Dios, conforme narra San Lucas: “El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1,26-27).
“Alégrate, llena de gracia, le dice, el Señor está contigo». “Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús” (Lc 1,31). El ángel le dice, no temer asumir esta misión que Dios la pide, porque ha encontrado gracia a los ojos de Dios.
Y Gabriel la revela el cómo será posible unir virginidad y maternidad: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
María

María sabe por boca de Gabriel que su pariente Isabel, la que llamaban estéril, está ya de seis meses, porque para Dios nada hay imposible (cf. Lc 1,36-37).
María, después de haber escuchado a Gabriel y dado su total disponibilidad a todo lo que Dios la pide, le falta tiempo para ponerse en camino hacia Ain Karem y poder compartir con su pariente Isabel, las maravillas que Dios está realizando en ellas.
Así lo narra San Lucas: “María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá” (Lc 1, 39). “En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!” (Lc 1, 41-42). Con estas palabras de Isabel, María, por primera vez, es reconocida y llamada “Madre de Dios” con todo lo que eso supone. No es de extrañar el asombro de Santa Isabel de tener en su casa al Altísimo, cuando dice: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” (Lc 1,43).
El cántico del Magnificat de María expresa lo más profundo que lleva en su corazón por todas las maravillas que Dios ha hecho en Ella (cf. Lc 1, 46-55).
Han pasado tres meses desde la llegada de María a casa de Zacarías e Isabel, y, aunque el evangelio no dice nada, después del nacimiento de Juan el Bautista, el hijo de Isabel, María debe volver a sus ocupaciones en Nazaret, conforme dice San Lucas: “María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa (Lc 1,56).
José y María

“Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta” (Lc 2, 1-5).
Aquí tenemos a San José y a la Virgen de nuevo en camino, que, por circunstancias ajenas a sus deseos, deben hacer un largo viaje hasta Belén, para cumplir cuanto manda la autoridad civil.
“Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada (Lc 2,6-7)
Visto así, parece que ha sido la pura casualidad quien puso en camino a María y a José, y que Jesús nació allí, como podía haber nacido en cualquier otro lugar: Pero no, el Mesías debía nacer «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta Miqueas: (Mi 5,1) “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”» (Mt 2, 5-6).
Los pastores y los ángeles
“En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño” (Lc 2,8).
Para los pastores de Belén, aquella noche era como otra cualquiera y aunque por turnos de vela, la iban a pasar tranquilamente durmiendo en la cueva. Pero no, había nacido Jesús y algo grande estaba para suceder: ”De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor” (Lc 2,9).

“El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 10-12).
¿Quién piensa ahora en dormir? Estaban maravillados de la gran noticia que terminaban de recibir, ellos, humildes pastores, recibir tan gran noticia, y encima, por medio de un ángel.
¡Qué maravilla! no solamente Gabriel fue enviado por Dios a Nazaret para pedirle a María concebir y dar a luz a su Hijo, sino que, cuando éste ya ha nacido, moviliza a otro ángel para contarles a los pastores que el Hijo de Dios yacía Niño entre las humildes pajas de un pesebre.
Los pastores no terminaban de salir de su asombro, cuando: “de pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 13-14).
El recién nacido ha puesto en movimiento al cielo. Ahora no son ni uno ni dos, sino una legión entera de ángeles quienes han venido a alabar al Hijo de Dios, pues “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

Los pastores saben que tienen obligación de velar y cuidar del rebaño, pero, ¿quién piensa ahora en las ovejas después de lo que han visto y oído?
Tan pronto se fueron los ángeles “los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado». Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores (Lc 2, 15-18).
Los pastores fueron corriendo al portal. Noche ajetreada, pero, no parece que les importó mucho, pues no paraban de hablar sobre el recién nacido. Así lo cuenta San Lucas: “Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2,20).
“María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón (Lc 2,19).
Simeón y Ana

Simeón y Ana, dos ancianos de Jerusalén, se ponen camino hacia el templo de Jerusalén, porque el Espíritu Santo les ha revelado algo muy importante y que esperaban desde hacía mucho tiempo: ver al Mesías del Señor antes de morir (cf. Lc 2, 26 y 2,36).
Otra vez vemos a María y José, esta vez con el Niño, en camino hacia Jerusalén, pues, “cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor «un par de tórtolas o dos pichones». Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón y cuando entraban con el niño Jesús Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, | puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones | y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño” (Lc 2, 24-33).
También “Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén” (Lc 37-38).
No es de extrañar, que después de lo visto y oído en el templo, san Lucas diga que: Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño (Lc 2,33).
Los Magos

“Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: « ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2, 1-2).
Nada menos que desde Oriente, estos magos se han puesto en camino, sin tener en cuenta los muchos peligros de viaje, en busca de Jesús, al que quieren conocer y adorar.
A Herodes, aunque supo disimular muy bien el disgusto que le habían dado, por ese rey que venían buscando para adorar, les mandó delante para averiguar quién era, expresándoles el gran deseo que también él tenía de conocerlo y adorarlo (cf. Mt 2, 8).
La estrella

Los magos, sin ideas muy precisas por dónde y dónde tienen que ir “se pusieron de nuevo en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría” (Lc 2, 9-10).
El largo camino de los magos estaba llegando a su fin, y un final feliz, gracias a la movilidad de la estrella, que en todo momento les fue guiando el camino. No es de extrañar, que después de la mala experiencia del encuentro con Herodes, “al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría” (Lc 2, 10).
La estrella se paró encima de donde estaba el Niño. No había duda, el viaje había terminado, y terminado bien. Había llegado la hora de la verdad y están dispuestos a averiguar quién era aquel por el que habían hecho tan largo viaje:”Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11).
Una buena recompensa para un largo y arriesgado viaje: ver al Niño que venían buscando, con la Virgen María, su Madre.
Los magos tienen que reanudar el viaje y volver a su tierra, pero, “habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino” (Mt 2, 12).
Jesús, María y José

Suele decirse que “la alegría en casa del pobre dura poco”.
La alegría de María y de José en el encuentro con los magos y los dones recibidos por parte de ellos, duró poco, pues: “Cuando ellos se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2, 14). Nuevamente tenemos a José y a María en un largo camino además de imprevisible y arriesgado, y encima, con un niño muy pequeño, a quien cuidar y salvar de Herodes.
Es conmovedor y muy edificante, el que ni por parte de José ni por parte de María, haya habido una queja a Dios por no ser Él quien salve a su Hijo de Herodes, si como había asegurado Gabriel, “para Dios nada es imposible”.
San Lucas es rotundo: “José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto” (Mt 2,14).
”Cuando murió Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo: «Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel” (Mt 2, 19-20).
Nuevamente vemos a la Sagrada Familia ponerse en camino, esta vez, contentos de volver a casa, en “Nazaret” (Mt 2, 23).
Herodes y los soldados

“Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos” (Mt 2,16).
Si, Herodes no soportó ver cumplido su deseo de conocer a Jesús y poderlo matar; de ahí su cólera, y la orden a sus soldados de ir a Belén y pueblos cercanos para matar a todos los niños hasta dos años de edad.
En esas circunstancias, ponerse en camino los soldados, con la orden de matar y mancharse las manos de sangre inocente, no debió ser un viaje feliz ni acertado, pues, “entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: «Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven» (Mt 2, 17-18).
Herederos del Padre

Estamos a las puertas de las Navidades 2020, año cargado de luces y de sombras por el gran dolor, muerte enfermedad y miedo que estamos padeciendo, debido a la pandemia de la Covid-19, dolor, que no es fácil superar, y menos olvidar; pero, también somos testigos de los muchos gestos de amor, de ternura, de entrega hasta la propia vida.
Navidad es contemplar que “cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: « ¡Abba, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios” (Gál 4,4-7).
Qué maravilla, por Jesús, Dios nos he hecho hijos en el Hijo, y herederos del reino de nuestro Padre del cielo.
Navidad es ver cumplidas las palabras de Gabriel a María: ”Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 31-33), pues, ”sucedió que, mientras estaban “en Belén”, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre” (Lc 1, 6-7).
Por José Aumente,
Director del departamento de Pastoral de la Carretera de la Subcomisión Episcopal de migraciones y movilidad humana.