1. La cuaresma, el tiempo litúrgico que prepara la Pascua
Ramón Navarro.
Director del secretariado de la Comisión Episcopal para la Liturgia.
2. Maestro, enséñanos a orar
Lourdes Grosso García, M.Id
Directora de la Oficina para las Causas de los Santos
3.- Del dar al dar-se, signo de conversión
Vicente Martín Muñoz
Director del secretariado de la Subcomisión Acción Caritativa y Social
4.- Tiempo de purificación y agua que regenera. Relación entre Cuaresma y Bautismo
Juan Luis Martín Barrios
Director del secretariado de la Comisión Episcopal para la Evangelización, Catequesis y Catecumenado
Ramón Navarro.
Director del secretariado de la Comisión Episcopal para la Liturgia.
La cuaresma es el tiempo litúrgico que prepara la Pascua. Siendo un tiempo “fuerte” del año litúrgico, sin embargo es un tiempo que no tiene sentido en sí mismo, sino en función de aquello que prepara.
Un tiempo bautismal
La cuaresma nació vinculada al catecumenado: era el tiempo en el que los que, después de haberse preparado durante años y haber madurado su fe iban a recibir el bautismo en la Vigilia Pascual, se preparaban para ello de forma más intensa. Por eso la cuaresma es ante todo un tiempo bautismal.
También nosotros vamos a renovar las promesas de nuestro bautismo en la Vigilia, y nos preparamos para ello tomando conciencia de lo que significa ser bautizados, llevar el nombre de “cristianos”.
En el ciclo A esta dimensión se resalta especialmente gracias a los evangelios de la samaritana, del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro, que se proclaman, respectivamente, en los domingos IV, V y VI.
Un tiempo penitencial
Pero también la cuaresma es un tiempo penitencial, porque renovar nuestro bautismo significa también un camino de conversión.
En los primeros siglos de la Iglesia también era la cuaresma el tiempo en el que los que habían pecado gravemente hacían penitencia, con ayunos y oraciones y con la ayuda de la comunidad, para ser reconciliados en la mañana del Jueves Santo y poder celebrar la Pascua reintegrados en la comunidad, cuya comunión había roto el pecado.
La cuaresma del ciclo C resalta mucho esta dimensión penitencial.
La Cuaresma de la «glorificación»
Pero, ¿Y la cuaresma del ciclo B, que es la de este año? ¿Cómo nos invitan las lecturas a vivir este itinerario? ¿Qué acento se nos invita a vivir con más intensidad?
Pues bien, podríamos decir que la cuaresma, en el ciclo B, es la cuaresma de la “glorificación” de Jesús. Este es un tema muy recurrente en el evangelio de San Juan: el evangelista contempla a Cristo, elevado en la cruz y, siendo capaz de ver el sentido profundo de este acontecimiento, nos dice que allí, ya, el Señor ha “manifestado su gloria”, porque en ese acto de entrega somos salvados.
Por eso en la cuaresma del ciclo C contemplamos la muerte de Cristo a la luz de la resurrección, y entendemos mejor lo que significa el “misterio pascual”. La muerte es iluminada por la resurrección. Evangelios como el de Jesús diciendo “destruid este templo y al tercer día lo levantaré” (Jn 2, 13-25, en el domingo III), o explicando el signo de la serpiente levantada en el desierto (Jn 3, 14-21, en el domingo IV), o proclamando que si el grano de trigo no cae en tierra y muere no dará fruto (Jn 12,20-33, domingo V) nos ayudarán a contemplar la cruz y no escandalizarnos de ella sino entender que por ella vino la alegría al mundo entero.
Y así, además, podremos cargar nuestra propia cruz y seguir al Señor en este itinerario hacia Jerusalén -lugar del calvario, pero también de la resurrección- que es la cuaresma.
La historia de la salvación, donde Dios nos muestra su amor
Que la cuaresma es un itinerario lo sabemos bien. ¡Camino hacia la Pascua! Pero si además somos observadores y tenemos un poco de buena memoria, vamos a descubrir un detalle precioso escondido en las lecturas.
La primera lectura de cada domingo de cuaresma nos muestra una etapa de la historia de la salvación que culmina en Cristo. Son cinco domingos, descontando el de Ramos. Si tomados esas primeras lecturas una tras otra vamos tener un precioso resumen de cinco fases de la historia del pueblo de Israel, elegido por Dios en el Antiguo Testamento para mostrar su salvación:
- La creación y el pecado (primer domingo). Este año B leeremos la alianza con Noé después del diluvio.
- Abrahán (segundo domingo). Escucharemos el desenlace del sacrificio de Isaac.
- El éxodo (tercer domingo). Se proclamará un fragmento del libro del Éxodo con la proclamación solemne de los mandamientos.
- El periodo de los reyes de Israel (cuarto domingo). Se proclamará el anuncio del exilio por la infidelidad del pueblo.
- El periodo del destierro y de los profetas (quinto domingo). Jeremías anuncia la nueva Alianza.
¿Es esto un pequeño detalle sin más? ¡No! La historia de Israel preparó y anunció la venida de Cristo. La cuaresma prepara la pascua. Vivamos este tiempo como lo que es: un tiempo de especial presencia y cercanía de Dios, que nos ama y nos salva. Seamos conscientes de nuestros pecados e infidelidades, como el pueblo de Israel, y miremos con esperanza al Mesías anunciado que con su muerte y resurrección, ha devuelto la alegría al mundo entero.
Lourdes Grosso García, M.Id
Directora de la Oficina para las Causas de los Santos
Se retiró al desierto
El tiempo de cuaresma nos remite a los cuarenta días en que Jesucristo, impulsado por el Espíritu, se retira al desierto tras ser bautizado por Juan. Esta soledad no es aislamiento sino intimidad con el Padre. Esto es la oración, el diálogo filial con el Padre, un diálogo atento, nos recuerda el papa Francisco en el Mensaje para la Cuaresma de este año: «En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura».
Cuando oréis decid: Padrenuestro
¡Cómo sería esa intimidad de Cristo con el Padre! Se notaba que su oración era especial, distinta de la forma de orar de otros maestros. ¿Qué verían en él sus discípulos? Observaban todos sus pasos, comentaban sus palabras, y seguro que más de una vez le siguieron ocultos en la noche cuando se alejaba para orar. Le miraban con sorpresa y con gran admiración, porque enseñaba con autoridad, porque hacía milagros, pero sobre todo por una forma de orar que nunca habían visto.
Jesús se retiraba a orar, unas veces solo (cf. Mc 6,46; Mt 14,23) y otras acompañado por alguno de ellos (cf. Lc 9,28; 22,41). A veces pasaba la noche en oración alejado de las multitudes que le buscaban (cf. Lc 6,12). Y siempre consultaba con su Padre antes de tomar decisiones o de hacer gestos importantes en su misión. Por eso no es de extrañar que «una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”» (Lc 11,1). Y Cristo les desvela lo que hay en su corazón: «Cuando oréis, decid: “Padre”» (Lc 11,2). En el Corazón del Hijo está el Padre, por eso nos enseña a orar al Padre desde el propio corazón. Padre nuestro. Orad al Padre, que está en lo secreto, y no uséis muchas palabras, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis.
¿Qué significa que no usemos muchas palabras? Que la oración está hecha de voz, pero también de silencio. Cristo nos enseña a distinguir entre oración y rezo, entre devoción y piedad. «Un solo padrenuestro rezado con atención, vale más que muchos rezados veloz y apresuradamente» (San Francisco de Sales).
La oración es un encuentro personal con Cristo, que nos conduce al Padre, por obra del Espíritu Santo. Retirarnos con Cristo al desierto, a la oración en la intimidad, nos prepara para vivir con profundo sentido la oración comunitaria y especialmente la liturgia de la Semana Santa que culmina con la Pascua de Resurrección.
La oración como estado de amor
La oración es un estado del corazón. Por ello ha de ser continua: «Velad y orad en todo tiempo» (Lc 21,36). Hemos de atender las muchas ocupaciones de cada día, por eso no podemos estar rezando continuamente con las palabras o los ritos, pero sí podemos orar continuamente, porque oración es «tratar de amistad estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama» (Santa Teresa de Jesús). Orar es estar atentos a la voz de Dios, abrir el corazón y que entre su gracia para iluminar todos los rincones de mi vida.
La oración es amor. «Para mí la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada al cielo, un grito de agradecimiento y de amor en las penas como en las alegrías» (Santa Teresa de Lisieux).
La oración es la suprema libertad del alma. «¿Qué es oración?: mística ensoñación de todas las cosas divinas; soñar en Él, por Él, para Él, en todos los momentos del humano existir. Es elevar mi alma, en medio de todas las cosas que sean, a Cristo. Es un acto de ofrenda, lo que soy, lo que gozo o lo que padezco, mis virtudes y mis faltas, mis limitaciones, yo y mis apegos, mis defectos, todo allí se entrega… y esto es la oración» (Fernando Rielo, fundador del Instituto Id de Cristo Redentor, misioneras y misioneros identes).
La oración es constante (cf. Francisco, Gaudete et exsultate, 147-157). «La santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la contemplación del Señor» (Gaudete et exsultate, 147). No hay santidad sin oración. Qué bien lo entendió el Beato Carlos Acutis: «Lo único que tenemos que pedirle a Dios, en oración, es el deseo de ser santos».
Se ora en la medida en que se ama. Este es el magisterio de la Iglesia hecho patente en la vida de los santos. «No hay santo alguno que no haya sobresalido en la oración» (San Roberto Belarmino).
La oración es amor misericordioso
¿Cómo puedo saber que estoy viviendo una oración auténtica? «El mejor modo de discernir si nuestro camino de oración es auténtico será mirar en qué medida nuestra vida se va transformando a la luz de la misericordia» (Gaudete et exsultate, 105). La verdadera oración se manifiesta en la entrega cotidiana a los hermanos.
La oración se hace misericordia. Es el testimonio del santo de la caridad: «En la oración mental es donde encuentro el aliento de mi caridad. Lo más importante es la oración; suprimirla no es ganar tiempo sino perderlo. Dadme un hombre de oración y será capaz de todo» (San Vicente de Paul).
En esta cuaresma preparémonos a la nueva Pascua con un espíritu orante, de conversión personal, con la ayuda de la lectura diaria del Evangelio. Ayunemos de nuestras pasiones y tomemos el alimento saludable de los sacramentos, especialmente la reconciliación y la eucaristía, realicemos buenas obras con una caridad amable y atenta al prójimo.
«Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42,3). Solo él, Agua viva, puede saciar esta sed. La cuaresma es un buen momento para conocer la oración cristiana, sus elementos esenciales y qué criterios nos ayudan a discernir cuales son las peculiaridades de otras tradiciones religiosas que podemos integrar en la oración cristiana y cuáles no. Es momento para las buenas lecturas espirituales y formativas. Recomiendo vivamente las Orientaciones doctrinales sobre la oración cristiana, publicadas por la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española (28-8-2019).
Vicente Martín Muñoz
Director del secretariado de la Subcomisión Acción Caritativa y Social
La limosna, junto al ayuno y la oración, es condición y expresión de conversión, nos dice el papa Francisco en su mensaje cuaresmal, porque supone una apertura a los otros y ayuda a vivir una fe más auténtica, una esperanza más viva y una caridad más operante. Jesús en su predicación invita a practicar la limosna como gesto de amor al prójimo y como acto salvífico, haciendo de ella un requisito para acercamiento al Reino de Dios (cf. Lc 12,32-33) y camino para la santificación, según el protocolo de Mt 25: “tuve hambre y me distes de comer”.
La palabra “limosna” tiene mala prensa, probablemente a causa de malas prácticas, que han hecho de ella algo humillante e ineficaz para resolver el problema de la pobreza. Suena a beneficencia, a dar de lo que sobra y a “acallar” la conciencia. Sin embargo, en la tradición bíblica la limosna es signo de compasión y, lejos de suponer un acto de puro paternalismo, equivale a hacer justicia en nombre de Dios a quienes no se la hacen los hombres. En ese sentido, la limosna suple de momento la falta de justicia, pero no renuncia a ella y la reclama.
La limosna, un don de sí mismo para los demás
El sentido actual de la limosna no es simplemente “dar”, sino “dar-se”, hacer de aquella un don de sí mismo para los demás. San Pablo nos enseña que no es una simple acción: “podría repartir en limosna todo lo que tengo… si no tengo amor de nada me sirve” (1ª Cor 13,3). La limosna resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el que sufre, un amor que se alimenta del encuentro con Cristo. Así la participación en las necesidades y sufrimientos del otro se convierte en un dar-me a mí mismo, lo cual implica gestos de ternura y cuidados, pero, también, compromiso por el bien común y la transformación de estructuras sociales injustas que provocan sufrimiento y exclusión. El voluntariado social, por ejemplo, en Cáritas, es una buena manera de canalizar este dar-se gratuitamente y de manera organizada al servicio de los últimos de nuestra sociedad.
En este tiempo de pandemia enfermos, ancianos, migrantes, personas sin hogar, familias vulnerables… nos piden dignidad, no limosna, y esperan nuestros oídos, corazones y manos, para mostrarles con gestos concretos el rostro misericordioso de Dios. El modelo, como propone Fratelli tutti, es el buen samaritano que, con entrega y gratuidad, cuida la fragilidad humana con proximidad solidaria y atenta, se hace cargo del dolor sin pasar de largo de los que están al costado de la vida, y lo hace con otros, no individualmente, buscando ese “nosotros” que sea más fuerte que la suma de acciones individuales.
Relación entre Cuaresma y Bautismo
Juan Luis Martín Barrios
Director del secretariado de la Comisión Episcopal para la Evangelización, Catequesis y Catecumenado
La práctica de la Cuaresma en la Iglesia data del s. IV y nace vinculada al Catecumenado. Éste era -y es- un proceso de iniciación a la vida cristiana sólido, bien trabado, completo, que acogía a los candidatos (catecúmenos) a las puertas de la fe, los acompañaba a lo largo de diversas etapas, hasta cuatro, y los conducía a una fe adulta. Una de esas etapas, casi al final del itinerario, era la purificación o iluminación y se correspondía con la Cuaresma. En dicha etapa se intensificaba la dimensión más espiritual, acentuando el sentido penitencial y de celebración en orden a recibir el Bautismo en la Vigilia Pascual. Por eso la cuaresma es ante todo un tiempo bautismal.
En la Biblia, como sabemos, los números son simbólicos y el cuatro seguido de ceros indica la condición terrena del hombre débil, pecador, penitente, acechado por mil cosas. De ahí que la cuaresma, de cuarentena, haga relación a los cuarenta días y cuarenta noches del diluvio (agua), a los cuarenta años de Israel en el desierto (aguas del mar Rojo, agua que brota de la roca) y, sobre todo, a los cuarenta días de Jesús en el desierto (aguas de su bautismo en el Jordán) antes de salir a la vida pública. Allí Jesús sintió su debilidad, experimento su vulnerabilidad al ser tentado por el demonio. Tentaciones que superó apoyado en la fidelidad al Padre y en la fidelidad al servicio del Reino de Dios.
También los cristianos en este tiempo de cuaresma somos llamados a conversión, renovamos las promesas de nuestro bautismo en la Vigilia Pascual y nos preparamos para ello tomando conciencia de lo que significa estar bautizados y llevar el nombre de cristianos. La cuaresma representa el estilo de vivir el creyente en la Iglesia y su talante de estar en el mundo. La tradición litúrgica de la cuaresma ha adquirido en el trascurso del tiempo los rituales bautismales y penitenciales que la han configurado. En la tradición bautismal de la cuaresma, como decíamos antes, los catecúmenos que ya se encontraban maduros para recibir el bautismo, se preparaban para acercarse al sacramento de la regeneración. Es el tiempo en que la comunidad cristiana completa lo necesario a los que han creído en el Evangelio. Para ello los creyentes han de desplegar ante los bautizandos todo lo que la Iglesia es y hace como sacramento de salvación ofrecida por Dios al mundo. De esta manera, la comunidad se ve obligada a revisar su santidad y perfeccionarla con el fin de que los bautizandos perciban con más claridad la vocación a la que son llamados y la regeneración que se les ofrece.
Durante este tiempo cuaresmal y siguiendo el ritmo litúrgico se nos ofrecen páginas bíblicas significativas, a modo de faro que guían nuestra vida, especialmente los textos evangélicos del “ciclo A” donde la dimensión bautismal resalta singularmente con las narraciones de la Samaritana (Jn 4, 5-42), el ciego de nacimiento (Jn 9, 1-41) y la resurrección de Lázaro (JN 11, 1-45), que se proclaman, respectivamente, en los domingos III, IV, V. Son tres relatos apasionantes. Veamos, por ejemplo, el encuentro de Jesús con la mujer de Sicar, junto al pozo de Jacob. Es una página cautivadora y profunda llena de contrastes, sugerencias, belleza, amor. En ella percibimos la sed de la mujer y la sed de Jesús; el agua del pozo y el agua del Espíritu; el amor sensual y el amor espiritual; los falsos dioses y el verdadero Dios; los templos de piedra y los templos de carne; adoración ritual y adoración en verdad. Y todo fue a la hora de sexta, la hora de la entrega más grande, la hora de la cruz. Sentado junto al pozo estaba Jesús. Tenía sed, pero él encerraba un océano de agua pura. Pediría de beber, pero él prometía un manantial de agua viva; quería nada menos que convertir aquel pozo, como a tantos pozos semejantes, en un surtidor inagotable.
Le gustaba a Jesús la “conversión”. Había convertido el agua en vino; ahora quiere convertir el agua muerta en agua viva, el agua que limpia en agua que engendra, el agua que sacia la sed temporalmente en agua que sacia definitivamente, eternamente. De lo que se trata es de explicar el paso de lo antiguo a lo nuevo, de la letra al espíritu, de la ley a la gracia, de la debilidad a la fortaleza, del espíritu al Espíritu. Es lo mismo que quería significar Juan Bautista cuando hablaba de superar el bautismo de agua con el bautismo de fuego y espíritu. El fuego, el vino, el agua viva son todos signos del Espíritu que enciende, ilumina, emborracha y sacia definitivamente. Más tarde llegará Jesús a otras radicales y admirables transformaciones: el vino en sangre, la sangre y el agua en sacramento de salvación.
En este tiempo de purificación, la cuaresma, el Señor nos promete no solo un poco de agua viva, sino todo un surtidor inagotable, un manantial a borbotones que nos regenera; en el fondo, nos invita a ser hontanar para dar de beber a otros.