Cuaresma. Tiempo de conversión
Desde el Miércoles de Ceniza a la celebración del Jueves Santo, la Iglesia vive el tiempo litúrgico de Cuaresma. Un tiempo de preparación para la gran fiesta de los cristianos que es la Pascua. En este tiempo, los cristianos buscan la conversión del corazón por medio de la oración, la limosna y el ayuno.
Esa conversión se manifiesta en el cambio de vida, más cerca de Dios y de los hermanos y más alejados de nosotros mismos.
La Cuaresma se hace visible también, de manera especial, en la celebración de la Iglesia. Los ornamentos son de color morado, se suprime el Gloria y el Aleluya y el templo aparece más sobrio.
Con el Miércoles de Ceniza comienza la cuaresma, el tiempo litúrgico que dispone a los cristianos para la celebración de la Pascua. Un tiempo en el que se cuenta con la oración, la limosna y el ayuno como herramientas para alcanzar la conversión del corazón.
Es tiempo, como recuerda el papa Francisco en su mensaje para la cuaresma de este año,para renovar la fe, la esperanza y la caridad.
Es tiempo de escucha de la Palabra de Dios y de conversión, de preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y con los hermanos.
Es el tiempo, en palabras de Benedicto XV, «para abandonar el hombre viejo que hay en nosotros y revestirnos de Cristo, para llegar renovados a la Pascua y poder decir con san Pablo «ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20)»
¿Qué es la cuaresma?
> Es el tiempo litúrgico que marca la Iglesia para prepararnos para la fiesta de la Pascua. Es un tiempo para la renovación de las promesas bautismales en Pascua de Resurrección mediante la oración, la limosna y el ayuno. Es un tiempo de escucha de la Palabra de Dios y de conversión.
¿Cuándo empieza y cuándo acaba la cuaresma?
La Cuaresma empieza con el Miércoles de Ceniza y acaba antes de la celebración de la Cena del Señor del Jueves Santo
¿Qué se evoca en la cuaresma?
> Los tiempos que en la Sagrada Escritura muestran una preparación intensa para la misión.
> Los evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan, en el comienzo de su vida pública: «Impulsado por el Espíritu» al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían (cf. Mc1, 12-13). CEC. 538.
> También fueron cuarenta los años que el Pueblo de Israel estuvo por el desierto hacía la Tierra Prometida (Libro del Éxodo).
¿Desde cuándo se celebra la cuaresma?
> Desde la Iglesia primitiva, los catecúmenos se preparaban durante un tiempo de conversión para recibir el bautismo en la celebración de la Vigilia Pascual. Muy pronto, las comunidades cristianas se unieron a los catecúmenos y hacían un camino similar de conversión y preparación para la Pascua, en recuerdo de su bautismo.
> Desde el siglo IV se manifiesta la tendencia a constituirla en tiempo de penitencia y de renovación para toda la Iglesia, con la práctica del ayuno y de la abstinencia.
¿A qué nos invita la cuaresma?
> La Cuaresma invita a una renovación espiritual. Es un tiempo de escucha de la Palabra de Dios y de conversión, de preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y con los hermanos.
> Esa renovación se hace visible en la oración, como camino para volvernos a Dios. En la limosna, de tiempo y de dinero, como camino para volvernos al prójimo. Y en el ayuno para liberarnos de nosotros mismos y podernos entregar a Dios y al prójimo.
¿Cuáles son los días de penitencia?
> Son los días que se han fijado para que los fieles se dediquen de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia (CIC 1249).
¿Cuáles son los días de ayuno y abstinencia?
> Todos los viernes son días de abstinencia, a no ser que coincidan con una solemnidad. En esos días, el fiel cristiano, mayor de catorce años, debe abstenerse de comer carne (Cf. CIC 1251 y CIC 1252).
> Los días de ayuno son el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo y lo han de vivir las personas mayores de edad y hasta que hayan cumplido 59 años. Estos dos días son también de abstinencia (Cf. CIC 1251 y CIC 1252 ).
¿Qué señala la Conferencia Episcopal para la cuaresma?
> Los viernes de cuaresma debe guardarse la abstinencia de carnes, sin que pueda ser sustituida por ninguna otra práctica. El deber de la abstinencia de carnes dejará de obligar en los viernes que coincidan con una solemnidad y también si se ha obtenido la legítima dispensa.
> En cuanto al ayuno, establece que ha de guardarse el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohíbe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos.
¿Qué significa la imposición de la ceniza?
> El gesto de cubrirse con ceniza es un símbolo penitencial antiguo, vinculado al sacrificio. En la Iglesia primitiva, quienes se acercaban a recibir la penitencia para la celebración del triduo sacro, vestían un hábito penitencia y se ponían ceniza en la cabeza como expresión de su voluntad de convertirse.
> Tiene el sentido de reconocer la propia fragilidad y mortalidad, que necesita ser redimida por la misericordia de Dios. La Iglesia lo conserva como signo de la actitud del corazón penitente que cada bautizado está llamado a asumir en el itinerario cuaresmal.
> Es un gesto que expresa el deseo de la conversión y la voluntad de una renovación pascual.
¿Cuándo se bendice e impone la ceniza?
> En la celebración de la eucaristía del miércoles de ceniza, después de la proclamación del Evangelio y la homilía, se bendice e impone la ceniza. La ceniza se ha preparado a partir de los ramos de olivo bendecidos el Domingo de Ramos del año anterior.
Una de las palabras inseparable a la cuaresma es el ayuno. Ayunar es abstenerse total o parcialmente de tomar alimento o bebida. Pero ¿Cuál es el sentido para los cristianos del ayuno cuaresmal? La Sagrada Escritura y los papas han respondido a esta pregunta para iluminar su sentido profundo.
El alimento verdadero
En el Nuevo Testamento, Jesús indica la razón profunda del verdadero ayuno que tiene como finalidad comer el “alimento verdadero”, que es hacer la voluntad del Padre (cfr. Jn 4,34).
La práctica del ayuno está muy presente en la primera comunidad cristiana. Los Padres de la Iglesia hablan de la fuerza del ayuno. Además, es una práctica recurrente y recomendada por los santos de todas las épocas. Pero ¿sigue teniendo sentido hoy?
El papa Francisco responde en un tuit:
En el mensaje para la Cuaresma de este año vuelve a recordar la importancia del ayuno como la vía de la pobreza y de la privación.
El ayuno “vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).
Benedicto XVI: “No ayuna de verdad quien no sabe alimentarse de la Palabra de Dios”

El papa Benedicto XVI quiso dedicar su mensaje para la Cuaresma de 2009 al valor y el sentido del ayuno que “para los creyentes es una <terapia> para curar todo lo que les impide conformarse a la voluntad de Dios”. Porque “privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación. Con el ayuno y la oración Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios. Al mismo tiempo, el ayuno nos ayuda a tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos”.
El ayuno, recordaba Benedicto XVI, “significa la abstinencia de alimentos, pero comprende también otras formas de privación para una vida más sobria. Todo esto, sin embargo, no es aún la realidad plena del ayuno: es el signo externo de una realidad interior, de nuestro compromiso, con la ayuda de Dios, de abstenernos del mal y de vivir del Evangelio. No ayuna de verdad quien no sabe alimentarse de la Palabra de Dios”.
San Juan Pablo II: “Ayunar significa abstenerse, renunciar a algo”

También el papa san Juan Pablo II dedicaba la audiencia general del 21 de marzo de 1979 al ayuno penitencial para explicar el significado “pleno” del ayuno en el lenguaje de hoy. “El ayuno no es sólo el “residuo” de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo”.
El abstenerse, según la tradición, de la comida o bebida, tiene también como fin –explicaba el Pontífice- “introducir el desprendimiento de lo que se podría definir <actitud consumística>”. “Ayunar significa abstenerse, renunciar a algo” explicaba el Santo Padre, y planteaba dos interrogantes: ¿Por qué renunciar a algo? ¿Por qué privarse de ello? el hombre es él mismo también porque logra privarse de algo, porque es capaz de decirse a sí mismo: “no”.
Por eso, ofrecía así la interpretación del ayuno hoy día: “La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que “se alimenta” el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está “hambriento” a su modo”.
«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…» (Mt 20,18).
Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les revela el sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para la salvación del mundo.
Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a las celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo.
El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.
La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas
En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en generación. Esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino —exigente pero abierto a todos— que lleva a la plenitud de la Vida.
El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).
La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.
La esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino
La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un «agua viva» (Jn 4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua material, mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto.
En el actual contexto de preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto, hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos (cf. Carta enc. Laudato si’, 32–33;43–44). Es esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad.
En la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT], 223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224).
En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.
Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).
La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.
La caridad se alegra de ver que el otro crece. Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión.
«A partir del “amor social” es posible avanzar hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos» (FT, 183).
La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.
Vivir una Cuaresma de caridad quiere decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa de la pandemia de COVID-19. En un contexto tan incierto sobre el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.
«Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).
Queridos hermanos y hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.
Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.
Miércoles de Ceniza (17 de febrero)

Con la celebración de hoy comenzamos la Cuaresma, cuarenta días de preparación para la renovación de las promesas bautismales en Pascua de Resurrección, mediante la oración, la limosna y el ayuno. Estas prácticas penitenciales, indica el Evangelio, debemos hacerlas en lo secreto: «Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Pero para encontrarles ese sentido penitencial, antes tenemos que reconocer que somos pecadores: «Misericordia, Señor, hemos pecado» , repetimos en el salmo responsorial, y que necesitamos en este tiempo de gracia dejarnos reconciliar con Dios (2 lectura). El mejor medio será celebrar el sacramento de la penitencia, en el que expresamos que nuestra conversión no es puramente exterior, sino que de verdad queremos rasgar nuestros corazones arrepentidos (cf. 1 lectura).
Domingo I de Cuaresma (21 de febrero)

Por el bautismo fuimos salvados como Noé y los suyos en el arca, leemos en la primera y segunda lecturas. En este tiempo hemos de reavivar esa gracia bautismal. El Evangelio nos presenta a Jesús en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás, viviendo entre alimañas y servido por los ángeles. Así inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal y nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado, rechazando las tentaciones del enemigo (Prefacio). Comenzamos con él el camino hacia la Pascua. Y pedimos al Padre «que nos haga sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y que nos enseñe a vivir constantemente de toda palabra que sale de su boca», rezamos en la oración de la comunión.
Domingo II de Cuaresma (28 de febrero)

En este domingo se nos anticipa el misterio de Cristo resucitado y glorificado a la derecha del Padre. Así ocurrió en el misterio de la transfiguración que nos presenta el Ev.: “Por la cruz, a la luz”. Dios entregó a su Hijo a la muerte por nosotros (cf. 2 lectura.); pero la pasión es el camino de la resurrección (Prefacio). Así hemos de vivir el misterio de la cruz siempre, y de modo especial en estos días de Cuaresma, llenos de esperanza en que un día también resucitaremos. Al participar en la eucaristía del cuerpo glorioso de Cristo, nos hacemos partícipes ya de los bienes eternos del cielo (cf. oración después de la comunión).
Domingo III de Cuaresma (7 de marzo)

La primera lectura de hoy nos presenta los mandamientos que Dios reveló a Moisés. Una ley que es perfecta, que es descanso del alma, unos mandamientos que son verdaderos y enteramente justos, palabras de vida eterna (cf. salmo responsorial). Si se valoraran estos preceptos del Señor, ¿sería el mundo como es, tan lleno de injusticias y maldades? ¿Valoramos nosotros hoy esos mandamientos?… En la segunda lectura se nos habla de Cristo crucificado como expresión de la fuerza de Dios y de la sabiduría de Dios. Su cuerpo, templo de Dios, será destruido en la muerte en la cruz, pero al tercer día resucitará, nos adelanta el Evangelio. Esto nos llena de esperanza a los que hemos muerto y resucitado con él en el bautismo.
Domingo IV de Cuaresma (14 de marzo)

Hoy es un domingo de alegría porque se acercan ya las fiestas pascuales. En ellas celebraremos nuestra salvación por pura gracia de Dios, que, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, como se explica en la segunda lectura. Y en la primera lectura, la alegría que sintió el pueblo de Israel cuando fue liberado de la cautividad de Babilonia. La alegría de saber el amor que Dios nos tiene, que envió a su Hijo al mundo no para condenarlo, sino para salvarlo. Este don requiere por nuestra parte recibirlo con fe: todo el que cree en él tendrá la vida eterna, no será condenado. Pero el que no cree en el nombre del Hijo único de Dios, ya está condenado, señala el Evangelio.
Domingo V de Cuaresma (21 de marzo)

En la primera oración de este domingo, pedimos que «avancemos animosamente hacia aquel mismo amor que movió a tu Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo». Por su muerte y resurrección Dios ha hecho con nosotros una Alianza Nueva con una ley no escrita en tablas de piedra: «Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones», leemos en la primera lectura. El Evangelio nos recuerda —refiriéndose a la muerte de Cristo— que «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo (…) muere, da mucho fruto». Imitemos a Cristo, aborreciéndonos a nosotros mismos en este mundo, para guardarnos así para la vida eterna.